Crónicas ciclísticas 1. Marjiatta Gottopo

Foto: Crédito a su autor

Subir por la carretera vieja de Baruta en la bicicleta no es nada chévere, básicamente por la cantidad de camioneticas gaseadoras que, al no poderte lanzar hacia el inexistente hombrillo, no dudan en hacerlo directamente a la cuneta; y si tu capacidad de pedalear no pasa por uno de esos bajones en el que juras que ya te vale y que cuándo carajo vas a dejar de fumar, logras mover las piernas desesperadamente mientras la mole humeante te adelanta y te entrega su bocanada de smog, recordándote que tu excusa para fumar es esa, que para fumarte a Caracas mejor tu también participas directamente en tu intoxicación. 

Ya vislumbraba la curvita que se escinde aplana y quiebra subiendo hacia El Peñón, o permitiéndote deslizarte en una añorada bajadita hasta la bomba de gasolina donde podrás salvarte con una botella de agua helada, aunque más probablemente en tiempos de revolución con Gatorade (o Coca-Cola si eres de esos), ya que una de las más hermosas paradojas de nuestro antisistemismo tropical consistía en que era más fácil conseguir refresco multinacional, que agua pura (y envasada por esa misma multinacional) en cualquier bomba o farmacia. 

Pero a lo que íbamos, estaba pedaleando a punto de llegar al fin de mi ascensión cuando siento en el hombro el frío de un escupitajo. Veo, entonces, a mi izquierda una camionetica pintada de amarillo canario, como es típico en los transportes escolares, desde cuyas ventanillas unos niños dicen cosas (seguramente desagradables para acompañar su esputo) y se alejan con cara de haberme mentado la madre.

Alcanzo a ver a lo lejos las caritas arremolinadas de unos tres gafitos de más o menos 10 u 11 años que, en su típico aburrimiento matinal, han decidido drenar su mala educación sobre mí, vanguardista ciclista caraqueña que práctica un deporte de altísimo riesgo por los bordes de esa mítica carretera.

El autobús dobla hacia la izquierda en dirección al peñón, las minas o la trinidad y la arrechera me inyecta oxígeno y adrenalina por lo que pedaleo con el único fin ciego y espídico de alcanzar a los cabroncitos que me acaban de hacer bullyng casi treinta años después de que deba soportarlo. 

Aunque la arrechera me inyecta adrenalina, no llego a ser Hulk. Sin embargo, sé que tengo una pinta totalmente indescisfrable para estos menores (y también para muchos adultos) . Atuendo que uso como elemento camaleónico en este tipo de situaciones. 

El autobusito se queda trancado en una cola a la entrada de Las Minas y hasta allí llego yo, pedaleando y camaleónica, pasando del verde y al morado sucesivamente. Acercándome con mi bicicleta, le doy un par de golpes a la carrocería y le grito al chofer: 

¡ Para el carro chamo! ¡Para esta vaina chamo, que soy policía! 

¿Y qué?, perfectamente podría ser policía, de esas que se infiltran, de esas que tienen pinta de medio punks para, precisamente, actuar encubiertas. 

¿Quién sabe si estaba paseando en mi día libre, después de una peligrosa misión en un narcocartel y a estos carajitos se les ocurrió escupirme? Eso pienso para mis adentros en una clara asimilación libre del método Stanislavski, interiorizando bien el paro que estoy metiendo.

El chofer, un gochito poco agresivo y bastante complaciente, detiene la camioneta. Yo me subo (no mucho porque no voy a soltar así la bicicleta) y les hablo desde la puerta. 

Los carajitos ya oyeron que soy policía. Me consta, porque todavía revivo las maldades de mi infancia con una cercanía que aún me estremece, que ellos no contaban con esta posibilidad y menos que el autobús pudiera ser interceptado.

Desde la puerta y ya metida en mi papel de paca (para lo cual lucen perfectamente mis RayBan negros de piloto) les grito con mi voz de Sarah Connor más pensada:

¿Quién fue? Digan quién fue o aquí nadie se va para la casa…

Los carajitos callan acojonados. Seguramente los segundos se les hacen eternos. Ya se ven pasando los próximos veinte años en el sistema judicial venezolano, del que no entienden nada, pero seguro suponen que, como la mayoría de las cosas institucionales en este país, es una mierda. 

Me gusta el hecho de que no salga ningún delator. 

Casi puedo descubrir al culpable por su carita de "mierda, ahora si me metí en tremendo peo" y recuerdo cómo se hacen de eternas las horas cuando uno ha hecho una putada y tus padres aún no se han enterado. 

Ya mi Hulk se siente satisfecho, aunque la pedaleadita para alcanzarlos no fue ninguna pendejada.

La próxima vez, el que haga una vaina así, va preso, ¿entendido?

Nadie contesta. Creo que el chofer  que me puede ver más de cerca, empieza a pensar que qué coño policía voy a ser yo y ya me va a decir que le enseñe la placa.

Me bajo corriendo y cojo mi bicicleta. Saco mis toallitas desmaquillantes y me limpio el hombro en donde  cayó la babita del chamo.

El autobús arranca y algunos carajitos me ven aún desconcertados desde la ventana trasera.

Tengo ganas de reírme pero espero que el vehículo se aleje lo suficiente. Pienso si mi forma de actuar fue la correcta y si eso le servirá al carajito ese para que no sea tan mamagüevo. 

Lo cierto es que todo esto me pone de muy buen humor. Entonces, agarro el caminito que baja hacia La Trinidad y allí ya no hay humo, ni camioneticas, ni carajitos agresivos,  solamente bajadas , curvas,  sol y serotonina.

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