Foto: Crédito a su autor
¡Dame la cola!
Pedir cola a la salida de la UCV por Plaza Venezuela era algo común y normal en un tiempo en Caracas. En el hombrillo de la salida hacia la autopista Francisco Fajardo, sentido oeste, paralela al Guaire y en ligera pendiente, era habitual ver alineados a varios estudiantes con su cartelito, "echando deo", como también se conocía esta manera de movilizarse. Estaban a cualquier hora, pero la afluencia de coleros era mayor en las horas pico de la tarde-noche, extendiéndose a veces hasta las 9 o 10pm. Los destinos más buscados eran La Guaira, Catia, El Valle y Caricuao. Este último era el mío y, aunque debo confesar que mis tiempos de espera casi siempre eran mayores que los de mis compañeros, siempre me iba, generalmente a las 8, 8 y media.
Todos nos íbamos, y nunca, que yo recuerde, presencié ningún acto delictivo, robo, atraco o lo que sea. Había chicas solas, y no eran pocas, solas o de a dos, habían empleados universitarios, gente mayor, incluso de paltó, corbata y maletín. Algunos se te paraban al lado y te sacaban conversación, mientras tú mantenías la mirada en los parabrisas de los carros que se iban acercando y pasaban a velocidad reducida, el brazo extendido con el cartel, el morral al hombro, los ojos entornados evitando encandilarse, la cara más amable e inofensiva que pudieras poner, hasta necesitada o suplicante, si era el caso. Era fastidiosísimo que se te pegara alguien que no conocías, que lo que quería era aprovecharse de tu cartel para llegar a donde ibas. En dúos o tríos disminuía considerablemente la posibilidad de que te llevaran, como es lógico.
El cartel era importante, pero aún los que no lo tenían sacaban el pulgar, tal como los hitchhakers en las películas, y pegaban su gritico cuando el carro pasaba. Hacer autostop, dicen los españoles, en infeliz anglicismo compuesto. "Cola", es más simple y claro: Te la doy, me la das, la pides... de allí derivan los consabidos chistes malos de doble sentido.
Aunque ahora hay otra "cola" que se hace, no se pide. Esta es inmóvil, larga o corta, pero ladillísima siempre. Esta es la única cola que conoce el ciudadano de Caracas hoy, porque si alguien le contara que hubo un tiempo en que la gente pedía (y daba) colas, no lo creería. La idea de dejar entrar en tu vehículo a un desconocido para llevarlo a su destino, que es el mismo tuyo, o "darle un empujón", es poco menos que irreal, fantasiosa, casi mítica, para el venezolano actual de cualquier lugar. Y sin embargo, era algo habitual, parte de una rutina.
Se imaginarán la cantidad de anécdotas que tendrá quien se haya dedicado a pedir cola durante un cierto tiempo; la gente que se conoce, las experiencias, buenas y malas, hasta las relaciones que se edificaron a partir de una colita, pero la intención que me lleva a evocarlas es el enorme cambio que hemos experimentado como sociedad en los últimos treinta y pico de años. Un amigo lo resume de una manera muy elemental: "Es que ahora hay mucho coño e madre, siempre han habido, pero no como ahora". A este pana, que no llegó a conocer las colitas en la UCV, le pregunto si se imagina algo así ahora y riéndose me dice: "Yo no sé quién andaría hoy más cagao, si el que la pide o el que la da". Ciertamente hoy nadie le abriría la puerta del carro a un desconocido, pero tampoco nadie se montaría en el carro de alguien que no conozca que se ofrezca a llevarlo.
Todos nos íbamos, y nunca, que yo recuerde, presencié ningún acto delictivo, robo, atraco o lo que sea. Había chicas solas, y no eran pocas, solas o de a dos, habían empleados universitarios, gente mayor, incluso de paltó, corbata y maletín. Algunos se te paraban al lado y te sacaban conversación, mientras tú mantenías la mirada en los parabrisas de los carros que se iban acercando y pasaban a velocidad reducida, el brazo extendido con el cartel, el morral al hombro, los ojos entornados evitando encandilarse, la cara más amable e inofensiva que pudieras poner, hasta necesitada o suplicante, si era el caso. Era fastidiosísimo que se te pegara alguien que no conocías, que lo que quería era aprovecharse de tu cartel para llegar a donde ibas. En dúos o tríos disminuía considerablemente la posibilidad de que te llevaran, como es lógico.
El cartel era importante, pero aún los que no lo tenían sacaban el pulgar, tal como los hitchhakers en las películas, y pegaban su gritico cuando el carro pasaba. Hacer autostop, dicen los españoles, en infeliz anglicismo compuesto. "Cola", es más simple y claro: Te la doy, me la das, la pides... de allí derivan los consabidos chistes malos de doble sentido.
Aunque ahora hay otra "cola" que se hace, no se pide. Esta es inmóvil, larga o corta, pero ladillísima siempre. Esta es la única cola que conoce el ciudadano de Caracas hoy, porque si alguien le contara que hubo un tiempo en que la gente pedía (y daba) colas, no lo creería. La idea de dejar entrar en tu vehículo a un desconocido para llevarlo a su destino, que es el mismo tuyo, o "darle un empujón", es poco menos que irreal, fantasiosa, casi mítica, para el venezolano actual de cualquier lugar. Y sin embargo, era algo habitual, parte de una rutina.
Se imaginarán la cantidad de anécdotas que tendrá quien se haya dedicado a pedir cola durante un cierto tiempo; la gente que se conoce, las experiencias, buenas y malas, hasta las relaciones que se edificaron a partir de una colita, pero la intención que me lleva a evocarlas es el enorme cambio que hemos experimentado como sociedad en los últimos treinta y pico de años. Un amigo lo resume de una manera muy elemental: "Es que ahora hay mucho coño e madre, siempre han habido, pero no como ahora". A este pana, que no llegó a conocer las colitas en la UCV, le pregunto si se imagina algo así ahora y riéndose me dice: "Yo no sé quién andaría hoy más cagao, si el que la pide o el que la da". Ciertamente hoy nadie le abriría la puerta del carro a un desconocido, pero tampoco nadie se montaría en el carro de alguien que no conozca que se ofrezca a llevarlo.
Y bueno, sí, una de tantas anécdotas. Estoy pidiendo mi cola y se para una camioneta vieja, toda estortillada, de esas que llamaban "rancheras". Van tres tipos paloteados, orientales ellos, obreros o campesinos, dos con sombrero. Hablan mucho y alto, ríen, me ofrecen cigarro, pero ron no, ya que se nota que a la botella que llevan le queda poca vida. Nos agarra una fuerte cola en la autopista, en el mismo trecho de siempre. Se callan poco a poco, dormitan, excepto el chofer. Por fin avanzamos y ganamos velocidad, y entonces el que viene al lado del chofer se despereza, voltea y me ve y dice: "¡Adió! ¿Y este coño quién es?".
Chamo, me vuelvo un culo usando el blogger. En todo caso, buenísima, Luis.
ResponderEliminarBuenísima Luis...besos
ResponderEliminar"...porque si alguien le contara que hubo un tiempo en que la gente pedía (y daba) colas, no lo creería. La idea de dejar entrar en tu vehículo a un desconocido para llevarlo a su destino, que es el mismo tuyo, o "darle un empujón", es poco menos que irreal, fantasiosa, casi mítica, para el venezolano actual de cualquier lugar."
ResponderEliminarTotalmente!