La mía. José Miguel López

Foto: Crédito a su autor.


Jueves

El peo con las anécdotas es que cuanto más antiguas son, más dependen de la memoria. Y la memoria es como un juego interno del telefonito: el mensaje que llega a la última oreja de la conciencia nunca es el mismo, o como dice este pana Sánchez Rugeles en Blue Label: "la memoria es el infierno".

Lo otro es que las anécdotas son verdad, pero ese otro peo.

Javier estudiaba economía y yo estudiaba letras, pero los dos trabajábamos en el Museo de Ciencias, un guiso que me consiguió mi viejo y en el que después enchufé a Javier. (Qué cagada tener que usar ese verbo, pero es que así fue). Yo creo que era la época de Ramón J. Veláquez. Ya entonces hacía años que había disturbios todos los jueves en la UCV. Los lunes eran de Coquito, los martes de Zurima y, aunque no sé de quién coño eran los miércoles, los jueves eran de la u-u-u-ce-ve. En esa época en particular, los peos se concentraban exclusivamente en la entrada de Plaza Venezuela. Me parece recordar que era por las obras de ampliación del metro en Las Tres Gracias. No tenía sentido armar un peo en un sitio donde ya todo estaba echo un peo. 

El hecho es que era jueves y había disturbios, y cuando llegamos al puente de Plaza Venezuela la policía estaba bloqueando el acceso. Una fila de pacos con escudos, rolos y cascos impedía el paso de carros y peatones. Al otro lado del puente había varios jeeps y un montón de pacos más, estos sí armados de escopetas y lacrimógenas, con las viseras abajo, en actitud de combate y pendientes de los encapuchados que apenas se distinguían debajo del arco de la entrada, detrás de la cortina de humo. No sé cuántos seríamos los que nos agolpamos ahí con la intención de entrar. ¿Cincuenta? ¿Cien? El caso es que la mayoría éramos estudiantes y queríamos entrar a la universidad. En esas estábamos cuando un chamo que se ladilló de esperar a que abrieran el paso (o que era un infiltrado, quién sabe) prendió un vasito Selva con un yesquero y lo soltó ahí en el medio, entre la gente y los tombos. No sé muy bien por qué, pero todos se pusieron aplaudir. Javier y yo también. Supongo que por la arrechera cáustica, incondicional y ancestral que siempre se le ha tenido a la policía en Venezuela. Estoy seguro de que casi todos ahí pensaban que los encapuchados eran una cuerda de pajúos. Y eso fue lo que demostraron ser años más tarde, cuando se encompincharon con los inútiles de los vigilantes para reventar a unos panas ludaístas en la Tierra de Nadie. Pero ese es otro cuento y quizá lo cuente otro día. Los pacos, en todo caso, eran peores que los encapuchados.


No tardaron en reaccionar. A una orden bajaron las viseras, levantaron los rolos, juntaron los escudos y empezaron a marchar hacia nosotros, primero pelo a pelo, coordinados, pisando duro el asfalto con las botas y haciendo un ruido verdaderamente cagante, después cada vez más rápido, más cerca, más feos, hasta que los teníamos encima y podíamos oler su tufo a resentimiento investido de autoridad. Todos salimos corriendo con los malditos orcos pisándonos los talones. Eso sí, les gritábamos de todo en nuestra huida: policía hijo de puta, tombo coño de tu madre, paco de mierda, mama güevo y un largo etcétera con el que no quiero perder el tiempo.


Javier, yo y una chama de letras que no me acuerdo de su nombre nos escabullimos del peo cogiendo por un caminito medio encaletado que bajaba por el monte hasta la ribera del Guaire. Una vez abajo, junto al cauce, era como si no hubiese pasado nada. La vida marchaba al ritmo de la mierda en los meandros del río. Olía asqueroso, pero sonaba como Canaima. Ese día no había garzas, aunque yo me acuerdo de haber visto garzas en el Guaire, al menos por los lados de la Río de Janeiro. De todas maneras, era otra época y los pacos se conformaban con dispersar a la gente para jugar a los vaqueros con los encapuchados. Y aunque, sí, era otra época, solo habían pasado tres años desde el 27 de febrero y apenas uno desde que el cabeza de güevo de Chávez dijera por televisión que por ahora no había logrado sus objetivos de mierda. Pero ese no solamente es otro cuento, sino que todo el mundo está harto de escucharlo.


Los tres seguimos por el sendero, medio eufóricos por haber escapado de aquella carga de los pacos. A lo lejos se oían detonaciones. Perdigones y bombas. En Caracas se crece oyendo plomo, vivas donde vivas, y en los últimos años ni las ráfagas de ametralladora me resultaban extrañas. Comparado con los chasquidos macabros de FAL que se escuchaban las noches de toque de queda en el Territorio Apache, un cerro que se veía desde el balcón de mi casa, los tiros de escopeta suenan casi como el regaño inocuo de un tío güevón. No olvidemos que se trataba de un disturbio cotidiano: una rutina Tom y Jerry  que anunciaba la inminencia del fin de semana, sin autobuses ni carros quemados. Así que no estábamos más asustados de la cuenta, solo híper estimulados por la adrenalina de la carrera. Sobre todo Javier y yo. La jeva, que era medio intensa, guardaba la compostura, aunque se le veía en el color de la cara que había pasado su susto igualito que todo el mundo. No me acuerdo muy bien cómo coño llegamos a la otra orilla, pero me parece que había una especie de pasarelita que cruzaba el río, ya del lado sur de la autopista, y de ahí salimos por una rampa que bordeaba la zona de las canchas de tenis, al lado de la Cachucha de Pérez Jiménez. Subimos una lomita empinada de grama recién cortada y nos coleamos por un boquete en la reja.


Una vez adentro la chama se perdió hacia el pasillo de los libreros, rumbo a la escuela. Javier y yo estábamos demasiado excitados como para ir a clase. El subidón de adrenalina era realmente fabuloso. "Vamos a gritarles a los pacos". "Dale, marico". Y nos fuimos a ver el peo desde el lado correcto de la autonomía universitaria. 


Esa era otra: la autonomía. La joya de la corona de la vida estudiantil. En la ciudad universitaria uno estaba a salvo, no solo los días de disturbios, sino cualquier día a cualquier hora. Apenas cruzabas por la puerta, estabas seguro de que no iba a venir ningún maldito policía a pedirte la cédula o a preguntarte por qué tenías lo ojos rojos, y esa sensación de libertad, de taima urbana y política, era incomparable. Total que por allá fumeaba y para allá nos fuimos. Ya desde las canchas de tenis sentíamos el ardor en la garganta y en los ojos, pero era soportable. Aclaro nuevamente: era otra época. Seguramente aquel no era gas del bueno. Quizá esos gases noventeros son los que usan hoy en día en Venezuela para que se vayan de una vez los invitados de las piñatas o para dar por concluida la verbena del Teresiano. Lo cierto es que en un momentico, sin darnos cuenta, estábamos metidos en el medio del peo. 

No sé cuánta gente habría. Burda, según recuerdo, aunque sólo una tercera parte de los allí congregados estaba realmente echándole bola con sus capuchas y sus chinas, tirando piedras y gritando las típicas consignas: policía marico, jalabola de los ricos; a ver a ver, quién lleva la batuta, si el estudiante o el hijo e puta. Los demás sólo miraban. Javier y yo a veces gritábamos una vaina, o nos cagábamos de la risa de las vainas que a otros se les ocurría gritar. Acuérdense que en la universidad había de todo, y nada inflama la inventiva verbal del venezolano como la posibilidad sacarle la piedra a un tombo. Aquello era una verdadera algarabía. 


En una de esas, aparecieron unos chamos con un tubo largo y lanzaron un cohetón que estalló cerca de unos de los jeeps. Todos vitoreamos como los rebeldes en el Imperio Contraataca cuando el primero de esos mastines mecánicos cae en la nieve y estalla, pero la celebración duró poco. Un contraataque brutal quebró la tarde. Sonó una traca interminable y las bombas comenzaron a caer como brujas. El aire se hizo irrespirable. La gente se replegaba tosiendo y moqueando. Aparecieron chamos con potes de vinagre y trapos. Sonaron más detonaciones y vi un carajo que corría tratando de agarrase la espalda con una cara de dolor arrechísimo. Por ahí se oía el llanto de una jeva. Un pana se alejaba apoyado entre dos con un muslo ensangrentado.


De pronto se acabaron las detonaciones. No quedaba nadie detrás de la barricada, nadie debajo del arco. El humo comenzaba a levantarse. Dos guacamayas asustadas pasaron volando hacia el jardín botánico. A esos pobres pájaros y al perfil de El Ávila les ha tocado la pesada tarea de ser el único sustento de la nostalgia del caraqueño expatriado. En medio del mierdero que son las noticias de Venezuela en las redes sociales, siempre hay una guacamaya espléndida en un balcón o una panorámica de El Ávila como para que digamos, bueno, a pesar de todo Caracas es de pinga. De pinga un coño, pero ese es otro cuento más bien deprimente. 



Una alarma solitaria parecía el único sonido en la ciudad cuando un chamo se acercó cojeando hasta al arco y con las manos en forma de bocina gritó con todas sus fuerzas: ¡policía mama güevo, cagón! Como por arte de magia la gente se levantó y salió enardecida de sus escondites a tomar sus posiciones de nuevo. Volvía a comenzar el ciclo. La vaina era un vacilón, como un deporte de riesgo. Faltan unas birras, le dije a Javier. Ahora vamos, me contestó, mientras recogía una piedra y la lanzaba hacia los pacos, que curiosamente parecían ceder terreno en lugar de prepararse para un nuevo contraataque. Llegaron unos encapuchados con unas seis molotovs en una gavera de Orange Crush. Rápidamente las repartieron entre unos carajitos de capucha azul y beige, chamos de liceo a quienes la ley protegía por su edad, o eso debía creer ellos, porque se lanzaron sin titubeos hacia los pacos, que hacían señas desde lejos como diciendo, qué pasó, mariquitos, ¿se cansaron? Las bombas estallaron en el asfalto, a más de veinte metros de las botas. Una nueva descarga de lacrimógenas, está mucho más desganada, no obligó a retroceder un pelo, pero al ratico estábamos todos reagrupados otra vez, viendo como el fuego devoraba los charcos de gasolina.

De pronto el combate pareció estancarse. No sé si se trataba de una tregua tácita o del final de la fiesta de aquel jueves, pero ya la vaina se estaba poniendo medio ladilla y yo me estaba muriendo de sed. "Igual los pacos ya se quieren ir para el rancho", me decía Javier cuando apareció un camión cava avanzando por la calle interna el arco de la salida. El bicho se paró ahí, a dos o tres metros del arco, totalmente dentro del área universitaria. Por un momento, por güevón que soy, pensé que se trataba de refuerzos. Un gordo sin camisa y con capucha anaranjada preguntó que qué vaina era aquella mientras le daba unos coñazos al costado de la cava. En eso se abrió la puerta del camión y saltó un bicho salido de mis peores pesadillas infantiles, aquel que de carajito me iba a sacar los ojos para ponerme a pedir limosna si le soltaba la mano a mi abuela en el centro. Además de un odio insoportable en los ojos tenía una nueve milímetros en la mano. Detrás de él venían como tres más. Javier y yo estábamos corriendo a toda velocidad hacia el rectorado cuando escuchamos los primeros disparos. No me pregunten cómo hizo, pero un chamo que venía en silla de ruedas huyendo con nosotros nos dejó el pelero. Se oyeron más tiros, pero ya nosotros estábamos cruzando la Tierra de Nadie hacia la Facultad de Humanidades.



Ese viernes, junto a "La Maternidad", uno de los ludaístas —no me acuerdo cómo se llamaba ese chamo— leía en voz alta el periódico: aquel jueves se habían llevado a no sé cuántos carajos y habían herido de bala a tres chamos. La noticia era reseñada porque el Consulado de Canadá pedía explicaciones por la detención arbitraria y el decomiso del equipo fotográfico de un ciudadano canadiense dentro de los límites de la Ciudad Universitaria. No quería ni imaginarme cómo le habría quedado el culo a ese pobre pana que tuvo, primero, la mala idea de venirse para Caracas y, segundo, la mala suerte de estar tomando las fotos de los disturbios ese día. Pero también ese es otro cuento y sólo puedo alegrarme de que, por pura leche, no era el mío.


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