Caracas eternamente de a pie. Peter Bichier Garrido

Foto: Reinaldo Odreman, Chacao.

Caracas es realmente mi ciudad natal, aunque halla, teóricamente y según mi partida de nacimiento y las fotos del álbum de la familia, nacido al borde del Orinoco. De esos tiempos  quiero recordar el olor de las aguas de ese majestuoso río que en ciertas partes es tan ancho que no puedes ver al otro lado, como si estuvieses en el mar Caribe.  Quiero recordar ese viento en la punta de la curiara de mi padre y sentir ese calor Guayanés, cuyo único escape es tirarse al agua. Pero fuera del blanco y negro, las memorias más antiguas que tengo son de esas aceras bien altas de El Hatillo donde me resbalé y me di sendo coñazo. No recuerdo exactamente todos los detalles, pero sí les puedo mostrar mi cicatriz. No hay mejor recuerdo que una raya en la mejilla.   

Cuando salí la última vez del Capitolio, en junio del 2016, después de un cruce de miradas, se me acercó un tipo y me dijo: "hello my friend, ¿dollars?", probablemente por mi pinta de hijo de musiú. Mis Padres siempre nos llevaron al centro de la ciudad, desde la Quinta Anauco (a lo mejor le cambiaron el nombre porque ya hasta al Ávila le tocó), la Casa Natal del Libertador, la plaza Bolívar y, por su puesto, la Catedral. El Silencio y el centro de Caracas siempre han sido lugares especiales para mí. Aunque vivía en el Este siempre visitaba el Museo de Bellas Artes y  la Cinemateca. 

Fui y todavía soy un caraqueño "de a pie". Pertenezco esa generación que a los 15 años ya manejaba tractores, motos y carros, pero que no tenía acceso a ningún vehículo, así que era un peatón o nada. Recuerdo una vez que estando en senda rumba en Macaracuay, muchos de mis amigos andaban en sus Fiat, Renault, Brasilia, Ford, Chrysler o Mercedes, pero ya estaban repletos de carajitas y no tenían como llevarnos, así que no había otra  alternativa sino de caminar de ahí hasta Sebucán o los Palos Grandes para caer muerto en la cama. Otras veces nos tocó desde Bello Monte o El Rosal. De esas ocasiones tuve varias en las que me tocó caminar muchas calles y avenidas para regresar a mi casa o a la de los amigos. Definitivamente, la mejor manera de conocer una ciudad es caminar por sus calles.

Claro, uno diría que París o Nueva York son ciudades para caminar, pero ¿Caracas? Pero yo por una razón u otra siempre termino caminando por mi querida ciudad. En otra ocasión tenía una cita en el Hotel Tamanaco durante las elecciones de 2012 y me estaba quedando en La Florida; me asomé para ver el tráfico y ya estaba armado, entonces empecé a caminar tratando de agarrar un taxi y terminé cruzando la Libertador hasta Chacaíto. De ahí seguí pa' bajo hasta que llegué caminando-trotando hasta Las Mercedes, entre carros y aceras reventadas. De repente, todo sudado estaba al rededor de periodistas extranjeros cubriendo las elecciones. Esos son los contrastes de nuestra ciudad que tanto añoro.

En otro momento, cuando regresé en junio del 2016, después de pasar tres días en el SAIME sacándome el pasaporte,  aunque tenía la plata para alquilar un carro, decidí buscar el filo de cultura y de vida que siempre queda en Caracas, pero que hay que caerle. Esa misma noche, luego de dejar mi nuevo pasaporte en el que prometía ser el lugar más seguro, decidí lanzarme al centro para buscar "vida". Aunque mis amigos del Este, ya encerrados, juraban que el transporte público era algo del pasado a esas horas de la noche, me paré en la Plaza Altamira (Francia para otros) a eso de las 11 de la noche. Más de uno trató de convencerme que ya no había transporte, pero aún así me monté en uno de esos Mercedes Benz rumbo a El Silencio, igualito como lo hubiese hecho en los ochentas. Pasamos Chacaíto (donde tanto iba al correo), Los Rosales (donde trabajaba mi vieja), Sabana Grande (el bulevar,  los cafés), Plaza Venezuela, y al son de las ventanas, asientos y carrocería sueltos quedé hipnotizado y transportado a esos tiempos pasados en esos lares. Justo cuando estábamos entrando a Los Caobos, por las ventanas entró el aire de rumba con una salsa en vivo. Le grité al chofer que se parara y ahí mismo pegó los frenos, me miró por el espejo y me abrió la puerta (no  en todos lados se puede hacer eso).

El ruido del viejo motor se fue alejando pero la nube de diesel todavía se olía. Entonces me di cuenta que no había nadie a mi alrededor y que el museo que tanto había visitado se veía desierto. Sin embargo, la música se oía a todo volumen y yo no lograba identificar de dónde venía. Unos años atrás ,en  2012, había estado en una rumba en el café a la entrada del museo pero ahora lo único que había por allí eran ratas, perros y basura. La melodía me llevó al Teresa Carreño y pasando  el estacionamiento vacío y las escaleras mecánicas llegué al último piso donde un grupo de salsa estaba tocando.

Inmediatamente me sentí a gusto y toda mi inseguridad se evaporó y me senté en el bar al aire libre con senda terraza a ver qué tenían. Como había poca gente, el grupo me echó el ojo y mientras pedía mi ron sentí unos flechazos y vibras, como justamente interactuamos los caraqueños. El más viejo del grupo que tocaba el bajo me pidió una "colaboración". Yo con la alegría de haber llegado a un lugar donde había vida me sentí mas que halagado y terminé invitando los tragos a  todo el grupo. Tocaron varias canciones y durante el descanso conversamos mientras yo pedía más tragos. 

Cuando empezó la cosa a enfriarse y pedí la cuenta, el dueño del bar (que había vivido en Boston) me pidió la tarjeta y trató de pasarla sin éxito. Le pedí que volviera a tratar pero no pasaba. Inmediatamente le avisé al más viejo del grupo (que estaba contando billetes).  Le dije que no iba a poder pagar en efectivo los tragos que les había invitado y porque los billetes que tenía no me iban a alcanzar luego para un taxi. "Tranquilo chamo, no hay güiro, aquí estamos, ¿donde es que vas?". El ambiente y la vibra era tal que no me preocupé. Pero después que saqué, conté los billetes y pagué (y luego que el dueño me invitara otro trago), los integrantes del grupo que me habían prometido la cola se desaparecieron.

El dueño estaba full, así que  conté lo que me quedaba y efectivamente ya no tenía suficiente para un taxi y menos a las 3 de la mañana. De repente el pasado estaba frente a mí, estaba de vuelta a mis tiempos de adolescencia, lo único que me quedaba era regresar en "Dodge patas". Pero esta vez la gran diferencia es que estaba solo. Al principio no lo podía creer, estaba seguro que alguien en el Teresa Carreño me iba a dar la cola después de esa invitadera de tragos o alguien iba a tener piedad de mi situación. Pero cuando vi el estacionamiento más vacío que antes, mi instinto me dijo que había que echarle pierna. Así que después de buscar y echar ojo por todos lados, empecé a caminar otra vez hacia el Bellas Artes por la Libertador (no me iba a meter por el parque). En los edificios invadidos sonaba música a todo volumen, pero no había sino cuatro pelagatos al pié del edificio, lo bueno es que estaban del otro lado y yo había  tratado de evitar esa acera. ¡Rojo, Rojito! Poco después, todavía yo caminando todavía por la Libertador, pasó una patrulla de la GNB, bajaron el vidrio y me lanzaron un: "¿Y tú que?". "Pues no pude pagar por punto... ¿me quieren dar la cola?" y sin responder se fueron con una sonrisa en la cara.

Siguiendo mis instintos de supervivencia, me había llenado mi bolso y bolsillos de piedras, y hasta conseguí una botella a la que le partí el cuello para tener algo con filo por si las moscas. No solo estaba pendiente de malandros sino también de perros callejeros que después de ciertas horas se adueñan de las calles como unos lobos. 

En esa primera hora de caminata no había un alma en la calle. Cómo han cambiado los tiempos, o andas en carro o eres indigente. La memoria poco a poco se me fue refrescando e identifiqué dónde estaba.  Por fin llegué a Plaza Venezuela, cerca el bulevar de Sabana Grande, y ahí si había bulla, vida y luz. Me regresaron las ganas de seguir la rumba y me asomé por "el callejón de la puñalada" a ver cuánto me cobraban por un trago (hay buenos bares salseros) y resulta que sí había punto, pero al verme la cara ni me dejaron entrar (y menos mal porque después me enteré que justamente por ahí es donde dos militares habían dejado la vida apuñalados por una pandilla de niños). Seguí caminando por el bulevar y recordé de una anécdota caminando por ahí mismo en pleno día: abrazado con mi jeva, crucé miradas con una carajita que me clavó los ojos y de repente se volteó, me pellizcó la nalga y me zumbó: "¡Ese cuuulo!".

Cuando me cruzaba a alguien me lo quedaba mirando. Todos debían preguntarse qué coño hacía yo por ahí. Pero finalmente ven que estás en lo mismo que ellos.

Lo más pelúo fue pasar Chacao donde no había otra vez ni un alma y el municipio está súper abandonado; lo bueno es que al menos hay aceras anchas. De nuevo volvían imágenes a mi memoria, especialmente al pasar por el correo, en donde siempre hay un olor que todavía no identifico, y por el concesionario de lanchas, donde siempre me paraba a soñar. Los pies siguen caminando y, como en un baile, terminas en un trance. 


Al arribar a Altamira y finalmente a Los Palos Grandes ya las guacamayas estaban gritando, los cucaracheros brincando entre los carros y yo sonriendo sabiendo que había llegado a mi destino.

Esta experiencia evidenció que Caracas todavía hay dos mundos: los de a pie y los que andan en carro. De noche (y ya hasta de día) los carros no se paran en los semáforos y si eres peatón mejor te apartas. Al igual que durante mi infancia, el de a pie tiene que estar mosca porque si no se lo llevan por delante.     

Muchos me dijeron al día siguiente: "¿Pero porque no me llamaste?", "¿Acaso me hubieses contestado a esa hora?". "¿Porque no llamaste un taxi?", "¿Con qué plata?". ¡Estas Loco! 

Esa noche regresé al pasado y en cierto modo me encontré con la Caracas de siempre, la que viví en mi infancia, la que pateé, la de mi adolescencia, la de mi formación como adulto, la de siempre. A lo mejor por eso ni lo pensé mucho, pero en realidad ¿qué coño vas a ser si no te pasa la tarjeta? Esta es la nueva realidad venezolana: el efectivo no da, a menos que tengas la maleta del carro repleta de billetes. Finalmente es la ley de la selva, tu comportamiento y, por su puesto, tu suerte y tu destino son los que mandan. Mi experiencia me permite patear con cierta seguridad el DF, Lima, París o Bangkok. a la final no importa en qué selva  camines, siempre y cuando sepas moverte en ella. 

Caracas, Caracas, donde más siento energía, donde más vivo me siento, pero donde también sé que puedo dejar el pellejo. ¿No podría pasar también en París, NY o el DF?  La diferencia es que conozco bien a Caracas. Además acá somos buenos para sentir y correr.  

Extrañamente en ciertos momentos de esa caminata sentí mucha tristeza al ver nuestras ciudad tan deteriorada, pero también me sentí a gusto caminando y disfrutando de esa temperatura tan agradable.

Caracas, Caracas, cómo te extraño..

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