El mecate. Paco Blanco Álvarez

Las Mercedes, Caracas 1950 (del libro "Asi es Caracas, 1951)



Es lícito que el cronista se presente, sobretodo si los límites de "su" tiempo son distintos a los de la promotora del blog y por extensión, de quienes debe suponer lectores "natos" de su iniciativa.

Nací en 1939, Amadores a Guanábano # 23, Parroquia Altagracia. Considero haber vivido y visto, al menos, tres ciudades en el mismo enclave y con idéntico nombre, desde mi venida al mundo hasta, digamos, 2002.
Pero siempre anhelamos un continuum, quizá por ello la cuerda, junto al reloj, han venido a mi mente. Por ello, hoy:

El Mecate


Finales de la década de los años cuarenta, inicio de los cincuenta, siglo pasado. Los terrenos de la hacienda Las Mercedes recién devienen en urbanización. Sólo viviendas, un número escaso multifamiliares, iglesia, un espacio comercial en la precisa entrada a la urbanización. Todas las edificaciones respetan un generoso retiro frontal, muros prohibidos, dando a las vías una especial impresión de amplitud. No hay rejas. Los alumnos del colegio La Salle La Colina, entre quienes me cuento, deben caminar desde sus casas hasta el puente de acceso a la urbanización, donde, custodiados por pétreos leones, dos largos bancos aligeran la espera del autobús escolar. Sólo unos pocos los trasladan sus padres hasta "el puente". Al retorno, quedamos igualmente allí y, generalmente con desgano y rutas variadas, cada quien a su casa, sin ayas y a pié, a "hacer la tarea". Luego, bicicleta bajo la advertencia "no salgas de la urbanización". Salvo durante  escasas posteriores semanas, el asesinato de Carlos Delgado Chalbaud (noviembre, 1950) ocurrido en la urbanización, rompió ese transcurrir.



Vivíamos en la Avenida Orinoco, muy cerca de la iglesia. Por azar o por razón desconocida, el asfaltado de esa avenida era más amigable al uso de patines, todos con ruedas de metal, súmese la pendiente que desciende desde la Iglesia de urbanización. Todos los diciembres ruido de dos o tres decenas de patinadores.



Uno de mis hermanos y yo compartíamos una habitación, planta alta con frente a la dicha avenida, con balcón. Nada rompía la quietud nocturna, salvo la llegada del repartidor del pan, un portugués en motocicleta con sidecar, quien dejaba en la puerta: leche Silsa, bolsa con pan, todo sin decir palabra y sin apagar su moto. El portugués odiaba a los patinadores, a quienes conocía: hurtaban pan y leche, en las desafortunadas  viviendas que no aportaban patinadores.

Mi hermano compañero de cuarto, por razones que todavía desconozco, se puso de acuerdo con algunos de los amigos que llegaban a la avenida Orinoco muy de madrugada, para que le despertaran sin ningún ruido y mucho menos, por su nombre. ¿Cómo? Mi hermano se ataría un guaral o un pabilo a uno de sus tobillos y dejaría caer un extremo por el balcón al jardín frontal, separado de la calle por la acera, sin ningún seto o muro de por medio, con franco acceso desde la calle. Unos suaves "templones" actuarían de despertador.

Pero, llegada la noche, mi hermano no consigue en casa ni guaral ni pabilo con la extensión adecuada, sino un señor mecate.

Serían las tres de la madrugada cuando mi infortunado hermano empieza a gritar, yo me incorporo (desconocía la trama) y lo veo en el piso, sus pies por delante avanzando  rumbo al balcón, pese a sus desesperados esfuerzos por asirse a lo que fuera. Al choque de sus pies, las cerradas puertas del balcón se abren con estrépito, que se suma a los estentóreos gritos, y, pese a su resistencia, el arrastrado llega hasta la baranda del balcón –por fortuna de sólidos maderos–.

Desde el balcón identifico a los "agresores" (el alumbrado funcionaba), los aludo por sus precisos nombres y éstos se fugan. La familia entera –alarmadísima–  ya está en la habitación; retenemos al agredido, en quien se mezclaban amenazas de muerte contra los por mi recién nombrados, más una vergüenza infinita al tratar de explicar qué hacía con ese señor mecate atado a un tobillo con un extremo en el jardín frontal.

Yo me fui a patinar. Luego, como ya era tiempo de vacaciones decembrinas, visité a varios amigos, dejando mi bicicleta en la acera, sin ningún resguardo. Mientras usé bicicleta, nunca le pasó nada a mi bicicleta, ni a ninguna de los amigos vecinos.

Esa fue una de mis Caracas. Pero el reloj avanza.

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