Tocaban las ocho y quince de la mañana de
un día de junio de 2014, cuando me disponía a cruzar una de las calles del Boulevard Raúl Leoni. Caminé
por una callecita de servicio, llena de piedras distintas, de mar, de río, de
montaña, de huecos ya sin piedras y ladrillos descoloridos, de árboles de
mango. Esperé la luz verde del semáforo para atravesar hacia el lado opuesto de
la avenida y me detuve a esperar el carrito “Vía Silsa - aviso amarillo, letras
negras y rojas” que me llevaría al Centro Lido en Chacaíto, Caracas.
Los últimos tiempos habían traído consigo una
rudeza que todos los venezolanos, o al menos una inmensa mayoría, llevábamos
como podíamos. Ya en Venezuela tener carro era un lujo que no muchos podíamos
permitirnos, así trabajáramos, hubiésemos estudiado toda la vida o ejerciéramos
el mejor de los empeños. Tenían carro, por no hablar de cosas materialmente más
onerosas, los que aún lo conservaban a duras penas, o a los que la inflación
del 200 % o 300 % de ese entonces no les afectaba; conciencias y escrúpulos
estaban en juego, por decir lo menos.
Así que en esas estaba, esperando mi
carrito “Vía Silsa” que no aparecía y
que cuando llegaba era una repetición aburrida y angustiosa de gente
literalmente colgada de las puertas del autobusete a punto de explotar; cuando
me di cuenta, al chequear el reloj por quinta vez, que la hora de presentarme
en la oficina estaba inquietantemente cerca. La mañana empezaba con una reunión
muy importante y yo aún estaba en El Cafetal, a una hora de distancia (con tráfico)
de Chacaíto.
Recuerdo que en ese instante, inexplicable
y relajadamente, dirigí mi mirada hacia el cielo y allí me quedé unos segundos,
meciéndome entre las ramas de los apamates. Antes de bajar los ojos pensé:
“Dios, ya sabes que tengo que llegar a la oficina, ya sabes también que no
puedo irme caminando, sabes también que no puedo dejarme llevar por la rabia…
ya sabes todo… ¡resuélveme esto ya!”.
Juro que cuando bajé la vista estaba frente
a mí una visión: un moto taxi.
—Estoy aquí para llevarte, sabes que sí— me
habló una voz ronca y suave que salía de un rostro moreno con serias cicatrices
y sonrisa amplia y pícara.
Se llamaba Rubén Darío, tenía unos cuarenta
años, llevaba un casco negro, chaqueta marrón y zapatos negros de charol.
Al principio pretendí ignorarlo, pero con atrevimiento de moto taxi caraqueño, un poco
envalentonado y sutil, hasta con dulzura y una autoestima que ya quisieran
muchos, volvió a afirmar con inteligencia terapéutica y con los dos pies bien
afincados en el asfalto:
—Estoy aquí para llevarte, sabes que sí. Y
además seguro que tienes una cita importante en tu trabajo y ya vas tarde.
Tienes que llegar a tiempo y bien—remató.
Volví a levantar la vista como buscando
apoyo en los apamates, pero cuando la bajé solo encontré de nuevo mi reloj, marcando
peligrosamente unos minutos antes de las 9 am.
—Mejor que no. Yo nunca me he montado en un
moto taxi— le dije sin saber a ciencia cierta lo que haría.
— ¡Mejor que mejor!— me dijo—.Te tocó
conmigo, ¡tienes suerte!
—Mira, ven para acá, todo está resuelto,
tengo algo especial para ti—continuó Rubén Darío—, mientras sacaba de una
especie de pequeña cabina, en la parte trasera de su moto, un casco rosado.
Mis ojos se abrieron de par en par. Imaginé
todas las cabezas que lo habían usado, sus olores, lo que escondía la cabina
donde lo guardaba. Miedos, fobias, manías; todas a punto de esfumarse en unos
segundos, empujadas en principio por el reloj.
Y continuó:
—Parece pequeño, pero yo te lo arreglo
todo. Dame esa melena que yo te la ubico aquí.
No dije nada más, me acerqué a la moto sin
creérmelo por completo; y dejé que con un ademán hábil y suave, de tantas
cabezas vistas, Rubén Darío me acomodara el pelo en un moño nunca antes visto y
me pusiera el casco.
—No te agarres muy duro, tienes que confiar
en mí, yo te llevo con “cuidaíto”. —Agregó con calma—. Tú solo dobla cuando yo
doble, aflójate y no te asustes si ves que los carros están muy cerca. Yo tengo
todo controlado, tranquila.
Allí, agarrada de su cintura, entre El
Cafetal, Las Mercedes, Chacao y Chacaíto, el miedo exorcizado con historias, música y regalos se hizo humo.
Nadie hasta entonces me había paseado por
las colas de Caracas con tanta delicadeza y gracia, contándome en principio de
su nombre, puesto por su madre, a quien le habían dicho alguna vez que era de
escritor importante.
Rubén Darío era expresidiario. No hacía
mucho que había salido de la cárcel. También era músico y dueño de una voz hermosísima.
El blues le calzaba a la perfección,
aunque aún no lo cantara.
—En la cárcel monté una orquesta. —Me decía—,
mientras mi codo casi tocaba el suelo en una curva; y yo maravillada de no
caerme a pesar de aquel atrevimiento con toques de desafío a la gravedad. Al principio hacíamos salsa brava, ruda—seguía
Rubén Darío—, pero luego cambié y empezamos a hacer un son espiritual. O sea, con
Dios por delante, ¿entiendes?
En este punto, empezó a cantarme con una
voz extraordinaria, profunda y brillante,
que de tener escuela no sé dónde hubiera llegado; mientras me decía que cuando
uno viajaba por la vida, lo mejor era estar arrullado por canciones.
—La cosa no es fácil—agregó—, pero si a uno
le cantan, el asunto se lleva mejor.
Llegamos al Centro Lido. Iba con mucho retraso, pero me bajé de la moto
con una calma pasmosa, como saliendo de una dimensión desconocida. Me quité el
casco rosa, le di el dinero y unas gracias que duran hasta hoy.
—Espérate un momento, ya va — se apresuró a
decir Rubén Darío—. Toma, como eres inteligente y chévere, te regalo uno de mis
discos con la orquesta. Espero que te guste. Recuerda: son espiritual.
La moto se alejó y el disco regalado se
perdió ese mismo día, lamentablemente sin ser escuchado y por razones muy
ajenas a mí; pero el casco rosa ha
seguido de alguna manera en mi cabeza, “desafiando la gravedad” de algunos
trayectos.
Cuando el recorrido me fatiga suelo
recordarlo. No importa dónde me encuentre, sobre todo en las mañanas, a veces levanto
la mano y allí está, recordándome que el viaje puede ser a veces sorpresivamente
ligero. Evoco entonces ese viaje inesperado donde confiar se volvió el amuleto
que me mantuvo al ras del suelo sin dejarme caer y disfrutando del camino, como esos talismanes
que no se tocan, los más poderosos, los que son de tipo espiritual.
Nahir
Márquez
Nahir nos has regalado una joya de venezolanidad, de humanidad, de esperanza. Gracias por este presente envuelto con tus palabras de tanta gracia y belleza.
ResponderEliminarMuchas gracias a ti por leer, querida Marielva.
EliminarNahir que bueno tu relato. Me encanto. Escribes maravillosamente. Mil felicitaciones.
ResponderEliminarMuchas gracias, querido Humberto.
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