Tan fugaz como el cometa. Larissa Hernández


Créditos a sus autores. 


1986 fue el año del cometa Halley y de esa gran rumba en la Cota Mil que se armó entre los que esperaban verlo brillar. También fue el año en el que después de mucho tiempo reabrieron el teleférico. Muchos adolescentes que habíamos crecido escuchando historias de esos paseos, hacíamos colas de varias horas para tomar una cabina. Cualquier día libre en el colegio era una buena oportunidad para subir al Ávila. 

En una de estas excursiones con los compañeros de clase, un azafato del teleférico me puso el ojo. Mientras explicaba los detalles de la ruta, me sonreía, me guiñaba el ojo y se fue haciendo camino entre el gentío hasta llegar junto a mí. Yo por supuesto me hice la dura. No sé si era el único guía o si hizo todo para coincidir conmigo de bajada, pero el paseo terminó con una invitación para subir el próximo domingo, gratis, sin hacer la cola, y claro, confirmado, podía ir con una amiga. No sé quién convenció a quién, pero allí estábamos el domingo Estrella y yo.

Apenas llegamos a la estación encontramos a Aguilar recibiéndonos con una sonrisa de triunfo. La verdad es que no recuerdo su verdadero nombre, pero sí que como se parecía mucho a Jorge Aguilar, lo llamábamos así. Era igualito al cantante, pero con un cuerpo más atlético y musculoso. Él tenía que trabajar, pero al final de la tarde nos buscaría en la Feria para que pudiésemos bajar sin los tickets. Allá arriba brincamos las dos solas como unas locas, hasta que llegó nuestro azafato y nos regaló a cada una unas de esas pinturas que se hacían chorreando colores sobre un papel en un torno que daba vueltas.

Cuando bajamos ya era de noche y mi suéter no era lo suficientemente abrigado, así que mi enamorado sacó de su bolso una inmensa sudadera gris con capucha y me la prestó galante. Cuando subíamos a nuestro taxi quise devolvérsela, pero me dijo: tranquila, me la devuelves la próxima vez; y me pidió el teléfono. Eso, en aquel entonces, significaba un compromiso. Yo, no sé si ilusionada o atontada, le di mi número correcto y no con el número final cambiado, como solía hacerlo en casos de amores furtivos.

Aquel noviazgo pudo durar un poco más que una carrera Maripérez – La Boyera (unos 20 minutos sin cola), si al llegar a mi casa y quitarme la sudadera, esta no hubiese dicho por detrás, con letras de esas que pegaban con calor en Chacaíto: “Gladiadores”. Esto solo podía significar una cosa, nuestro azafato Aguilar era miembro de una patota. Eran tan comunes las peleas que se armaban entre tribus urbanas en Caracas, que la película Generación Halley comienza con una de estas tánganas con patadas y cadenas a la salida de una fiesta, entre “Gladiadores” y Punketos.

No había terminado de pasar el susto, cuando sonó el teléfono de la casa y era él para saber si habíamos llegado bien. A esa llamada le siguieron muchas, donde Aguilar, como en la canción del original, me decía: “quiero ser tu compañero, tu amante fiel, quiero ser aventurero y probar tu miel”.

Imagínense, una niña a quien le gustaban tanto las fiestas no podía empatarse con alguien que se dedicaba a terminarlas a golpes.

Ante mis negativas de ser su novia, Aguilar comenzó a amenazarme con tirarse desde Papelón (una de las lomas del Ávila). Yo me metía en el baño, pisando el cable del teléfono con la puerta, rogándole que no se lanzara.

Ya el drama se estaba haciendo largo para una quinceañera que sólo quería divertirse y un día, fastidiada y respaldada por mis amigas, le dije: ¡pues lánzate!, y le tiré el teléfono.

De él no supe más nada y aunque por mucho tiempo temí que lo hubiera hecho, hoy sé que no se lanzó.

Aquella inmensa sudadera gris sobrevivió muchas limpiezas de closet, como un amuleto de protección. Haber sido casi la novia de un gladiador me hacía sentir importante, pero desde entonces mi atracción por los papeados la cambié por un gusto culposo por los gorditos. 

En Caracas, el cielo nublado de entonces no dejó ver bien el cometa, pero nosotros, “La Generación Halley”, seguimos confiando en su magia. Algunos creemos que la lluvia de meteoritos Oriónidas, al rociarnos restos del Halley, nos ha transformado en “Gladiadores” para enfrentar muchas situaciones adversas. Justo ahora, nos está tocando luchar contra un enemigo planetario: el COVID-19. Vencerlo será una de nuestras mayores hazañas.

Comentarios

  1. ¡Maravillosa historia! ¡Y sí saldremos de esta!

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  2. Muy bueno querida amiga!!! Jaja no sabia esas historias patoteras.

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  3. Yo si recuerdo ese corto noviazgo.. sin tanto detalle... el cual no compartiste para que no te regañara🤣🤣🤣

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    1. Claro que me regañaste y me dijiste: Tú deja la lloradera y él si quiere que se mate :D

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  4. ¡Qué bueno, Lari! Nunca fui de fiestas, ni entendía lo de las patotas recién llegada a Caracas en 1986, pero entendí completico el gusto y el susto de ese romance adolescente.
    Y sí, las estrellas serán propicias para vencer el virus. Hay que poner de nuestra parte para que su influencia benéfica se active: cuidarnos, unos a otros, porque con el Coronavirus no hay amuleto que valga.
    Te abrazo con esperanza de hacerlo en persona una vez más.

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  5. jajaja! buena historia, yo estaba en la otra acera, la de las cadenas y alfileres!

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  6. Relaciones posiblemente peligrosas , hoy es solo un cuento gracias a Dios. Pero se que tu lo supiste manejar con calma. Me gustan las historias después de mucho años. Besos Lary.

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