“Sorbete en mosto de uva con su coulis”. Con esa receta de Tope, acompañó Tomás Fernández la crónica “Las uvas están maduras” de Jöel Robuchon, el mejor cocinero del mundo, publicada en la Revista Exceso de diciembre de 1994. Hoy no nos resulta nada extraordinario el nombre del plato, ni que lo prepare un chef venezolano. Pero en aquel entonces, cuando la escena culinaria estaba dominada por apellidos como Provost, Dwyers o Blanchard, que lo hiciera un Fernández era toda una novedad.
Con la apertura de Tope, Tomás es recordado como el primer joven cocinero venezolano que se atrevió a despegarse de sus maestros franceses y a ofrecer su “cocina de inspiración”. Además, osadamente, no lo hizo en Las Mercedes, La Castellana o El Rosal, sino en un lugar apartado de la movida gastronómica de Caracas, El Hatillo.
Las distancia no fue un problema y, atraídos por la audaz propuesta de Tope, los gourmets comenzaron a llenar el pequeño pueblo de El Hatillo a mediados de 1993. Pero Tope no estaba solo, lo acompañaban otros restaurantes como los japoneses Shibumi y Sake House, el italiano La Grotta, el comedor vasco Oker’s, la tan recordada Pizza Jazz, donde desfilaron los mejores músicos de la época y otros, con ambientes más alegres, como Tabaco Bar.
Poco a poco, ese esplendor se fue apagando y El Hatillo para finales de los años noventa casi desapareció del radar de los amantes de la buena mesa o de la rumba caraqueña. Uno que otro intento hubo de revivir aquel revuelo, pero Los Palos Grandes comenzó a robarse la atención.
Justamente en Los Palos Grandes, Evio di Marzo revivió la propuesta de Pizza Jazz en Evio’s Pizza, donde se podía escuchar a grupos emergentes a principios de los años 2000, como C4Trío, o cantar, junto al mismo Evio, temas de su tan querida agrupación Adrenalina Caribe. Ese misma pizzería tendría una sucursal en La Boyera, pocos minutos antes de llegar a El Hatillo, y esto volvió a traer a la zona a exponentes del jazz y otros géneros musicales venezolanos.
Taima, como se llama la pizzería, demasiado pronto dejó de ser de Evio. Afortunadamente conservó su espíritu de guateque y buena cocina. La pandemia de Covid-19 puso en pausa la música, pero los hornos no se han apagado ni un día. Había pasado frente a su puerta durante siete meses y visto en su cartelera sus ofertas del menú, pero no había entrado, un poco por temor y otro porque el encierro ha despertado a “La cocinera durmiente” que vive en mí. La verdad es que la única vez en todo ese tiempo que fui a comer pizza a El Hatillo, debí hacerlo en una banca de la Plaza Bolívar pues, aunque el ya famoso Das Pastelhause tiene una inmensa terraza al aire libre, los comensales no pueden sentarse en las mesas. Esa forma de almorzar tan neoyorkina, aunque quiera salir del encierro, ya no me resulta tan atractiva.
La diligencia de dos queridos amigos a los que prácticamente no había visto en más de 200 días, en el mismo centro comercial donde está Taima, justo al lado de donde vivo, terminó con cervezas y empanadas en una de sus mesas. Era sábado, a las dos de la tarde y en el local, sólo había una mesa ocupada con dos comensales. Nos sentamos lo más retirados que pudimos de ellos y tratamos de no amuñuñarnos los tres. El hambre y la sed eran más grandes que el miedo al contagio.
En la pared del restaurante, nos pusimos a ver las fotos de los músicos que habían pasado a tocar por allí. La mayoría son nuestros amigos. A medida que los identificábamos decíamos si seguían o no en el país. “Roberto Koch, se fue; Adolfo Herrera, se fue; Jorge Glem, se fue; Edward Ramírez, queda”. Muy pocos de los retratados aún quedan en el país. “Alfredo Naranjo, queda; Nené Quintero, queda”. Eso nos da tristeza. No nos acostumbramos a tanta lejanía.
En una esquina del mural de fotos reconocimos a Aquiles Báez. Como el director de la orquesta del barco que se hunde, Aquiles ha seguido acá, tocando, componiendo, produciendo, enseñando. El coronavirus no lo ha silenciado. A falta de tarimas disponibles como las que teníamos enfrente, su música continuó acompañándonos por las redes sociales.
Al día siguiente le escribí a Aquiles para saludarlo y aproveché para hacerle esa pregunta que ya se ha vuelto tan íntima: ¿Por qué no te has ido de Venezuela? Su razón puede ser la misma de los que seguimos acá y trabajamos por recuperar esa Caracas cosmopolita y gourmet: “Porque me encanta el turismo de aventura”. También le gustan las uvas maduras.
Comentarios
Publicar un comentario