Paladar de sifrina caraqueña. Larissa Hernández

Foto: El Estímulo. Crédito a su autor.

Mi memoria gustativa se formó en algunos restaurantes de Caracas donde acostumbraba ir con mi familia. El Portón debe haber sido el más visitado. Creo que todos los fines de semana en los años 80 fuimos a almorzar a ese restaurante ubicado en El Rosal. Allí mi papá se reunía con sus amigos a hablar de negocios y de caballos, mientras los niños corríamos por todo el lugar. Recuerdo unos platos inmensos de pabellón, hervido de gallina y muchas arepitas con nata, pero para los más pequeños lo mejor de todo era una alacena de madera y vidrio, igual a la que mi abuela tenía en su casa en Yaracuy, llena de dulces criollos. Una y otra vez abríamos las frágiles puertas para sacar los papeloncitos, los bocadillos, las papitas de leche y las conservas de coco y papelón. No hay en mi memoria un solo regaño de parte de Pepe o Ramón Piñeiro, los hermanos gallegos dueños de este lugar que, sin el refinamiento que después tendrían otros establecimientos, fue durante muchos años el restaurante de la ciudad donde la gente iba a comer comida venezolana.

A finales de los 80 trabajé en el Museo de los Niños. El sueldo era muy bajito y los “amigos” acostumbrábamos almorzar en la panadería un sándwich cubano con un litro de Pepsi para que nos alcanzara para comprar un libro o una entrada al cine o el teatro. En ese entonces mi papá también trabajaba en Parque Central y yo al salir al mediodía, bajaba al Restaurante El Parque buscándolo. Si tenía suerte y lo encontraba sentado en alguna mesa, me incorporaba y ese día en lugar de pan con jamón y salchichón, podía comer una sopa de cebolla, un lomito o una crepe de espárragos. Lo único que esperaba siempre es que no me viera ninguno de mis compañeros y se enterara de mi sibarita traición.

Otras veces no estaba en El Parque, pero sí en Visconti, el restaurante italiano donde cocinaba Enzo Esposito, quien años más tarde sería muy cercano a nuestra familia por ser el maestro de mi cuñado y a quien seguimos hasta su último restaurante Vulcano en Altamira. De Enzo comimos las mejores pastas, los mejores pescados, el mejor cerdo. Todo lo que él hacía era divino, especialmente sus fettuccini frutti di mare. Y es que la pasta siempre fue especial para nosotros gracias a los Stabile, quienes por años nos alimentaron en las vacaciones en la playa y nos enseñaron muchos secretos de la cocina italiana. Todavía esperamos cada enero la invitación a comer a su casa, porque sabemos que será con seguridad un almuerzo memorable.

Al comenzar a estudiar periodismo, mi papá me dijo que debía leer el periódico todos los días. Fomentar este hábito le salió caro, porque entonces yo estaba enterada de todos los festivales gastronómicos que sucedían en la ciudad y lo obligaba a llevarme. Así comí ancas de rana en un festival de comida suiza en el Hotel Hilton y ensalada de tortuga en La Girafe.

Salir a comer a restaurantes elegantes se convirtió en una costumbre en mi casa y recuerdo que nos vestíamos elegantísimo para ir a comer a el Gazebo, el Patrice, Le Groupe o el Aventino.

Cuando mi amigo de toda la vida Edgar Leal comenzó a trabajar con Pierre Blanchard, fue muy especial ir a cenar a Le Deuxieme Etage. De esa cena no recordamos ningún plato especial, pero sí es inolvidable una lapa que Pierre y él prepararon una noche en la casa. Con Edgar entraron muchos cocineros a nuestra cocina. En una época, era costumbre que muchos de los que hoy son importantes chef de la escena gastronómica nacional, estuvieran cocinando alguna cosa. Yo llamaba a mis amigas para que hicieran de pinches y aquello terminaba en fiesta y hasta en romance. Ni mi hermana ni yo pensábamos en ese momento que terminaríamos casadas con cocineros, pero al poco tiempo Enzo Esposito estaría sirviendo desde esa cocina una rica crema de ahuyama con camarones en la cena de la boda de los Cuchos.

De mi boda, en 1998, no puedo hablar de la comida. Si bien yo escogí cada uno de los pasapalos y de los platos del buffet, no probé absolutamente nada. Lo que hice fue bailar. No sé cómo no me desmayé. Y es que ese día se cumplían dos sueños: casarme y que tocara La Billo’s. Yo también me enamoré de un cocinero. Fue con él que conocí el Centro de Estudios Gastronómicos CEGA y con quien aprendí un montón de técnicas, de teorías y de sabores.

Todos esos restaurantes han desaparecido. Los amores también. Pero debemos seguir comiendo, porque como dice Martín Caparrós en su novela Comí: Comer es la ilusión de que el pasado no se fue, puede volver por un momento, está en alguna parte.

Comentarios

  1. Extraordinario, Larissa, para releer. Pude apertrecharme de unos kilos de arborio, y ayer el azar me deparó portobello. La cocinera -que mucho promete- los combinó con oficio. Solo falta que materialices la visita prometida para que amplíes esos recuerdos. Besos.

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  2. Lari querida : una nota tus comentarios .. una gran ilusion realizar nuestro proyecto comer y literatura! Abrazo

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  3. Un relato estupendo Larissa, pude pasear a través de mí misma. Abrazo. Nahir

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    1. Hoy estuve en el Tamanaco y recordé esa noche con Cheo. Deberías contarnos cómo fue para ti.

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